BIOETICA : entre UNIVERSALISMO y MUNDIALIZACION
Christian Byk, magistrado, secretario general de
La Asociación internacional de derecho, ética y ciencia,
Miembro de la Comisión francesa ante la Unesco.
Durante mucho tiempo, “la figura majestuosa y un poco apartada” del derecho de gentes no
se reveló en contradicción con las leyes positivas de los Estados, ya que inspirándolas, no les
generaba por lo tanto ninguna obligación, y los autores del Código civil podían declarar:
“existe un derecho universal e inmutable, fuente de todas las leyes positivas: No es más que
la razón natural en tanto que gobierna a todos los hombres”.
Tal es la paradoja hoy del debate entre universalidad y particularismo en derecho.
La aceleración que conoce el proceso de normalización internacional en el ámbito de las
ciencias de la vida desde finales de la década de los 90’s, no permite sin embargo librarse de
una cuestión concreta. A qué sirve la elaboración de un código internacional sobre la bioética
si continuamos persuadidos que la diversidad cultural otorga un sentido y un alcance
diferentes e incluso divergentes a los principios éticos?
Comentado bajo el titulo « bioética y cultura, nuevos espacios diplomáticos », la iniciativa
del Presidente J. Chirac, durante la Conferencia general de 2003 de la Unesco, de promover,
y de una Declaración universal sobre la diversidad cultural y de un Convenio sobre la
bioética, J-Y Nau y C Tréan destacaban: “con la bioética, las dificultades son de un orden
diferente y aun más complejo. No se trata de preservar la diversidad, sino al contrario…..de
tender a la universalidad en un ámbito caracterizado por la multiplicidad de convicciones
religiosas, de referencias históricas, de sistemas filosóficos y de prácticas medicas”.
El éxito de un texto depende del peso político y diplomático, de los argumentos e intereses
susceptibles de ser movilizados para permitirle realizarse.
Algunos verán, en ausencia de contrapartidas sobre el acceso equitativo a los cuidados y a las
tecnologías de la salud o a la conservación del medio ambiente y la biodiversidad, la
influencia, sobre las sociedades más frágiles, de la “ola rompiente” que constituye la
mundialización.
Por el contrario y al amparo del respeto de la diversidad cultural, otros se encontraran
satisfechos con normas de éste tipo, poco vinculantes y precisas, que no corren el riesgo en
ningún caso de cambiar el curso de las cosas que les son favorables.
Para todos estos, tal Declaración universal no es más que el corolario de la mundialización.
Podemos sin embargo ofrecer otra respuesta que aquella del escepticismo o el nihilismo a la
cuestión de la universalidad de los derechos humanos respecto a la diversidad cultural?
Quisiéramos en primer lugar observar que los fundamentos del universalismo de los derechos
humanos han evolucionado de una ética de la no diferenciación”, que “diviniza la razón”,
egocéntrica, la de la Declaración de los derechos humanos y del ciudadano de 1789, hacia
“una ética del otro”, construida sobre la dignidad de la persona, una ética que se inscribe en la
historia, se inclina sobre el rostro del hombre herido; es esa de la Declaración universal de los
derechos humanos de 1948.
El derecho internacional de los derechos humanos va dirigido hoy a personas concretas,
“tributarios de especificidades culturales”, cuya dignidad se inscribe en el orden de sus
acciones e implica no sólo la pretensión de derechos subjetivos sino también la de deberes
que el propietario de esta dignidad detiene hacia el otro”.
Esta filosofía de los derechos humanos pretende ser un nuevo humanismo que tiene en cuenta
lo que la humanidad individual sin reconocimiento del otro puede llevar al horror y reducir a
la nada.
Además, la contribución de la antropología y la etnografía a cuestiones tan delicadas como el
proceso de toma de decisiones en materia de cuidados, la muerte o de la autonomía individual
demuestran “que se requiere una dosis de relativismo social” para evitar las derivaciones de
un “imperialismo ético”.
La consideración “de las pre concepciones culturales y de las dinámicas micro sociales en las
cuales se basan nuestros comportamientos no es por otra parte una dimensión específica a los
países en vías de desarrollo.
Analizando los antecedentes de la bioética francesa, “Zimmermann sugiere que la primacía
de un determinado juridismo, acompañado de un positivismo orientado hacia valores y
normas concebidas como objetivas, ha retrasado la toma en consideración de la experiencia
vivida a partir del sufrimiento y del trabajo de la cultura sobre la construcción y la aplicación
de las normas éticas”.
Es precisamente de esta permeabilidad, de esta frontera entre el campo social y cultural y el
de la norma ética y jurídica que esperamos un rebasamiento de los términos del debate entre
universalidad del derecho y particularismo de las culturas.
Es necesario así depurar toda concepción monista de la historia que impondría que en la
pareja “universalismo-particularismo, los individuos plurales (sean) poco a poco organizados
como tantas particularidades sujetas al único centro del universalismo”.
El interés y la pertinencia de la bioética son precisamente “reanudar el debate sobre lo
relativo y lo universal, pero bajo nuevas condiciones ya que la mundialización afecta la
realidad en materia de derechos humanos. Cómo, por ejemplo, garantizar la protección de los
pacientes contra algunas sustancias nocivas si su venta sobre la red electrónica no está
sometida a ninguna obligación?
Desde el momento en que una cuestión de bioética adquiere una dimensión internacional, por
qué resignarse a dejar el derecho interno decaer en lugar de suministrarle la prolongación
necesaria para la vitalidad de los principios que él promueve?
Entonces, como negarse legítimamente, para operar este paso de la esfera del Derecho
nacional a la del derecho internacional, de utilizar la lógica y la herramienta del derecho
internacional de los derechos humanos bajo pretexto que será connotado histórica y
geopolíticamente?
Las ideologías y los nacionalismos saben mostrarse pragmáticos en materia económica
cuando esperan del desarrollo tecnológico un aumento potente. Ellos no podrían por lo tanto
sacar de la nueva relación de fuerzas, que entienden así instituir, ninguna legitimidad
particular para oponer a los derechos humanos, derecho de gentes de los tiempos modernos,
la facultad de extenderse al mundo y de compensar las injusticias, factores de inestabilidad.
Si se admite que un nuevo orden internacional es necesario para garantizar un justo equilibrio
del mundo, es necesario entonces admitir que el derecho internacional de las ciencias de la
vida, tal como ocurre con el derecho de la acción humanitaria y el derecho internacional del
medio ambiente, contribuye de manera decisiva como puede hacerlo el derecho del comercio
internacional al definir los límites.
Jurídico y detallado, el universalismo en bioética no se opone verdaderamente ni a la
mundialización ni a las culturas. Este los completa y les ofrece puntos de sujeción, los
famosos principios universales, pero sobre todo los métodos para reequilibrar los efectos
perversos de estos absolutismos que son el neoliberalismo económico y el comunitarismo
cultural.
Los derechos humanos ante el progreso de las ciencias de la vida no deben ser interpretados
como el “laminador de las culturas”.
Los que tienen el gusto de las visiones maniqueas no dejarán de ver en la aproximación de los
dos fenómenos, que constituyen la bioética y la mundialización, la certeza de una
confrontación prometida a la Humanidad.
Por una parte, la bioética, refugio de los valores y de la identidad humana, sería nuestra sola
esperanza de conservar el humanismo, o incluso la “humanidad” de nuestra civilización.
Por otra parte, la mundialización, a manera de cometa devastador, se atacaría tanto a la
diversidad cultural, favoreciendo la uniformación, como a la ciencia, insertando ésta ultima
en una lógica de mercado, que se ha convertido en el único motor del espacio mundial.
Ante esta visión del Mundo, la importancia de los objetivos que generan las relaciones entre
las ciencias del ser vivo y la organización social no merece, por el contrario, que se difiera
sobre el sentido y el alcance de los vínculos entre universalismo y mundialización?
En efecto, no se trata solamente de fijar límites sociales y jurídicos a las técnicas de las
aplicaciones (juzgadas) desproporcionadas, se trata también de obtener las consecuencias de
la aparición de nuevas esferas de poder que trasladan su influencia sobre el funcionamiento y
las estructuras de la Sociedad y sus instituciones.
Es también la ocasión de percibir los conflictos y las convergencias que modelan nuestro
tiempo y que abren la vía a nuevos equilibrios, profesándola asimismo y temporalmente a los
desequilibrios propicios a engendrar el malestar social.
El Mundo, tal como lo vivimos y lo hacemos, no podría, en efecto, pensarse como un final de
la Historia y la bioética, ya que esta última se aplica a uno de esos nuevos espacios ofrecidos
para la conquista del hombre en sociedad, podría entonces, constituir el prisma revelador de
las transformaciones, destrucciones y reconstrucciones que dan su verdadera cara a la
mundialización: aquel de la reconfiguración del orden político internacional.
1393 mots
BIOETHICS : between UNIVERSALISM and GLOBALISATION
Christian Byk, magistrate, general secretary of the
International Association Law, Ethics and Science,
Member of the French Commission for UNESCO.
For a long time, “the majestic and rather distant figure” of people’s law did not appear to be
in contradiction with the positive laws of States because, as it inspired them all, it did not,
therefore, create any constraints for them. The writers of the Civil code were able to
proclaim, “There is a universal, immutable law, source of all positive laws: it is only natural
reason insofar as it governs all men”.
This is the paradox today of the debate between universality and particularism in law. The
acceleration that has been evident since the late 1990s in the process of international
standardisation in the field of life sciences does not allow us to evade a concrete question.
What is the point of drawing up an international code of bioethics if we remain convinced
that the diversity of cultures gives a different and even divergent meaning and scope to
ethical principles?
Under the title “Bioethics and culture, new diplomatic areas”, J-Y Nau and C. Tréan
commented on President J. Chirac’s initiative at the 2003 UNESCO General Conference.
President Chirac wanted to promote both a Universal Declaration on Cultural Diversity and a
convention on bioethics. Nau and Tréan emphasised, “With bioethics the difficulties are of a
different and even more complex order. It is not a question of preserving diversity but on the
contrary…of tending towards universality in a field that is characterised by the multiplicity of
religious convictions, historical references, philosophical systems and medical practices”.
So the success of a text depends on the political and diplomatic weight of the arguments and
interests that might be mobilised to allow it to see the light of day.
In the absence of any counterarguments about equitable access to healthcare and health
technology or about the conservation of the environment and biological diversity, some
people will see the hold of the huge wave of globalisation on the most fragile societies.
Conversely, under cover of respecting cultural diversity, others will content themselves with
rules that are so unrestrictive and imprecise that there is no risk that they will change a course
of events that is profitable to them.
For all of them, such a Universal Declaration is only the corollary of globalisation.
Can one, nevertheless, find a response other than scepticism or nihilism to the issue of the
universality of human rights with regard to cultural diversity? First of all, we would like to
point out that the foundations of the universalism of human rights have evolved from an
“ethics of non-differentiation” which “deifies reason”, which is egocentric, which is the
ethics of the 1789 Declaration of Rights of Men and Citizens, towards an “ethics of others”,
built on human dignity, an ethics which is part of history, which looks on the face of the
wounded man; it is the ethics of the 1948 Universal Declaration of Human Rights.
The international law of human rights today addresses concrete people, “dependent on
cultural specificities”, whose dignity is in the order of its actions and it implies not only the
claiming of subjective rights but also the claiming of duties that the owner of this dignity has
towards others”.
This philosophy of human rights claims to be a new humanism which takes into account the
fact that individual humanity without the acknowledgement of others can lead to horror and
oblivion.
Furthermore, the contribution of anthropology and ethnography to such delicate issues as the
decision process in the realm of healthcare, death or individual autonomy shows “that a dose
of social relativism” is required to avoid the excesses of “ethical imperialism”.
Taking into account “the cultural presuppositions and the microsocial dynamics on which our
behaviour is based is not a dimension specific to developing countries.
Analysing the background of French bioethics, “Zimmermann suggests that the primacy of a
certain legalism, accompanied by a positivism centred on values and rules conceived as being
objective, has delayed the taking into consideration of experience, suffering and work in the
culture on the construction and application of ethical standards”.
It is precisely from this permeability, this boundary between the social and cultural field and
the field of the ethical and legal standard that we expect to go beyond the terms of the debate
between universality of the law and particularism of cultures.
Thus any monistic conception of history that might impose the idea that in the “universalismparticularism
[couple], plural subjects might be gradually organised like so many
particularities subject to the unique centre of universalism”, must be cut short.
The interest and pertinence of bioethics are precisely that they “reopen the debate on the
relative and the universal, but in new conditions because globalisation upsets reality in the
realm of human rights. For example, how can patients’ protection against certain harmful
substances be guaranteed if their sale on the electronic web is subject to no restraint?
Once a question of bioethics acquires an international dimension, why resign ourselves to
letting internal law decline instead of giving it the extension that is necessary for the vitality
of the principles that it promotes?
How then, to pass from the sphere of national law to the sphere of international law, can we
legitimately refuse to use the logic and the tool of the international law of human rights on
the pretext that it would have historic and geopolitical connotations?
Ideologies and nationalisms know how to be pragmatic in economic affairs when they expect
increased power from technological development. They would not be able then to draw from
the new balance of power, that they intend to institute in this way, any particular legitimacy
to contest the faculty of human rights, this law of people of modern times, to spread to the
world and to compensate for the injustices, factors of instability.
If one acknowledges that a new international order is necessary to guarantee a fair balance in
the world, it has then to be acknowledged that the international law of life sciences, like the
law of humanitarian action and the international law of the environment, contributes just as
decisively as the law of international trade to defining its contours.
Legal and detailed, universalism in bioethics is opposed neither really to globalisation nor to
cultures. It complements them and offers them anchor points, the famous universal principles,
but above all methods for rebalancing the pernicious effects of the absolutism of economic
neo-liberalism and cultural communitarianism.
Human rights confronted with the progress of life sciences should not be taken as the “rolling
mill of culture”.
Those with a taste for Manichean visions are sure to see in the situation of these two
phenomena, bioethics and globalisation, the certainty of a confrontation promised to
Mankind.
On the one hand, bioethics, the refuge of values and human identity, might be our only hope
to save our civilisation’s humanism, even its “humanitude”.
On the other hand, globalisation, like a devastating comet, might attack both cultural
diversity, by promoting standardisation, and science, by slotting science into a market logic
which has become the sole driving force of the world.
Faced with this vision of the World, doesn’t the importance of the stakes raised by the
relationship between life sciences and social organisation deserve, on the contrary, our giving
some consideration to the meaning and scope of the links between universalism and
globalisation?
Indeed, it is not just a question of fixing social and legal limits for techniques that have
applications which are (judged to be) excessive. It is also necessary to draw the consequences
of the appearance of new spheres of power which have a hold on the running and the
structures of Society and its institutions.
It is also an opportunity to perceive the conflicts and convergences that model our era and
open the way to new balances, dooming it temporarily to imbalances which are so liable to
trigger social unrest.
The World, as we experience it and make it, cannot be thought of as an end of History; and
bioethics, because it applies to one of these new spheres offered to man to conquer in society,
could then be the prism that reveals the transformations, destructions and reconstructions
which give globalisation its true face: the re-configuration of the international political order.
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